Capítulo 2.2 – Hacia la capital

Este capítulo de la apasionante historia de cómo Barbara y Maffe, su perro, se encontraron en sus vidas, está explicado como si Maffe nos lo estuviera explicando.

No he entendido nada de lo que ha pasado, la verdad. Hacía días que Mónica me hacía jugar a entrar en esa cajita de tela y me daba premios. A mí me encantan los juegos en los que tengo que entender qué quieren los humanos y si acierto me dan algo rico. Dicen que soy muy listo y por esto siempre me llevo un montón de recompensas. Yo es que si hay que comer me apunto a cualquier cosa. No solo soy muy glotón, sino que sé qué significa tener hambre. Cuando aquí estaba también la otra humana que me gustaba tanto, mi mami, siempre hacíamos un juego divertido: ellas se ponían en dos puntos muy separados del centro y entonces una de ellas nos llamaba a mí o a los otros perritos. Cuando llegabas, te daban un premio. Yo era el que lo hacía mejor. Fue así que aprendí que mi nombre es Maffe. Maffe en pular significa salsa, pero aquí se usa también como abreviación del Maffe tiga, la salsa de cacahuetes. Y con la salsa de cacahuetes los humanos también en otras partes de África cocinan un guiso que se llama como yo.

Entonces, hacía días que el juego era entrar en la cajita esta de tela y quedarme un rato. La cajita esta tenía una puerta, que Mónica a veces cerraba por un rato y yo me quedaba tranquilo esperando. Cuando la volvía a abrir, me premiaba con comida buena y un montón de piropitos. Hasta que un día no la abrió. Yo sentía que había mucha agitación pero no entendía qué pasaba. De Mónica me fiaba completamente y además, con todo lo que ya me ha tocado vivir, he aprendido a no perder el control aunque tenga miedo.

Me envolvieron en una tela, a mí y la cajita. Me transportaron no sé dónde. Estuvimos moviéndonos un buen rato en una cosa que vibraba y hacía mucho ruido. Con el pasar del tiempo, los olores familiares de mi pueblo se difuminaban y aparecían otros. Llegamos a otro sitio. Había mucha gente, jaleo, olores desconocidos. Yo, un poco preocupado pero tranquilo, seguía intentando analizar el estado de ánimo de Mónica. La notaba nerviosa pero feliz. Los humanos no tenéis secretos para nosotros los perros. Todas y cada una de vuestras emociones tienen un olor bien definido que nosotros sabemos interpretar.

A un punto escuché la voz de un hombre llamar mi nombre: Maffe Diallo. Mónica contestó por mí: había reservado una plaza a su lado en el autocar para que yo no tuviera que viajar como una maleta. En la reserva había que dar nombre y apellido y Diallo era uno de los apellidos más comunes en mi pueblo. Todo el mundo se echó una buena risa al ver que Maffe Diallo era una cajita de tela con dentro un perro. Mónica estaba a mi lado y todo el tiempo estaba preocupada de si yo tenía sed o hambre o si estaba bien. Todo se sentía raro, otra vez había ruido y vibraciones, y olor, mucho olor, no sabéis los humanos acumulados cuanto podéis llegar a oler. En toda esta confusión, dentro y alrededor mío, yo hacía el ejercicio de fijarme solo en el olor de Mónica. Me hacía sentir protegido y además me transmitía alivio y esperanza.

Solo llegó un momento en el que ya no podía aguantar el pipi. Hacerlo allá mismo en la cajita, ni hablar. Para empezar, un perro listo nunca deja sus rastros cerca de donde se va a quedar. Los rastros atraen a los depredadores, así que los que vivimos en la selva lo aprendemos rápido: en inglés (ya aprenderéis, y sé que a la mayoría de vosotros os dará mucha envidia, que yo entiendo seis idiomas humanos!), se diría Shit and run. En segundo lugar, yo odio mojarme, hasta andar en la hierba húmeda. En mi pueblo en época de lluvias lo pasaba muy mal: caía un montón de agua del cielo y lo empapaba todo por días.

Recuerdo un día que fuimos al pueblo de al lado con Touba, Mónica y mami. A un punto el camino estaba interrumpido por un río que se había formado por las lluvias. No era el único, pero esto era realmente muy grande y tenía mucha corriente. Las tres chicas pasaron y pude ver que el agua no era profunda. Ni la corriente demasiado fuerte, porque Touba, poco más grande que yo, esperándome se quedó en el medio a disfrutar del fresquito en las patas. Pero yo no quería pasar. Mami volvió tres veces a llamarme, pero yo no me animaba. En otros ríos más pequeños ella había conseguido improvisar puentes para mí pero aquí era imposible. Después de mucha espera se fueron y me dijeron que nos veríamos a su vuelta. Cuando las vi alejarse sin mí, recogí todas mis fuerzas y crucé corriendo para seguir con ellas.

Pero volvamos en el autocar. Ya entendéis: ni de coña iba a mojar la cajita en donde se veía que me quedaba aún un buen rato. Como tengo mucho aguante, cuando empecé a ponerme nervioso ya estaba en un nivel de urgencia muy alto. Por suerte, Mónica seguía muy pendiente de mí y lo entendió. Le pidió al conductor parar. A ver, que un autocar en África se pare en el medio de la nada para que pueda mear un perro, es algo que quizás no se volverá a ver nunca más. Mónica me bajó atado con un cordel. Empecé a hacer mi río y mientras pensaba. No sé dónde pensaba que me iría yo, allá en un lugar desconocido: lo que estaba pasando era muy raro, no sabía dónde estaban Touba y Ker, pero lo último que haría era despegarme de ella. No paraba de hacer pipi, mucho había aguantado. El conductor empezó a dar de claxon, todo enfadado. Y Mónica pidiéndole perdón, pero dejándome echar hasta la última gota, que ya tenía derecho yo.

Entonces volvimos a viajar. Intentamos dormir un poco. Creo que en algún momento conseguí cerrar un poco los ojos, pero en general no podía relajarme del todo. Hace un rato, hemos vuelto a bajar del autocar, los dos agotados. He escuchado la voz de una mujer hablar con Mónica. Luego una cara se ha acercado a la cajita y me ha llamado por mi nombre. Creo que he muerto, porque estoy seguro de que acabo de ver un ángel.

Co-responsable del Departamento de Rescate y Rehabilitación de Fundación Mona y Colaboradora de Pampermut
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