Capítulo 6.1 – Camino a Girona

Durante el viaje en coche hacia Barcelona, un poco dormimos, un poco nos hicimos mimitos. Siempre estuvimos en contacto físico. El conductor era un chico muy amable que paró todas las veces que quisimos para que Maffe pudiera mover un poco las patitas. En una ocasión yo me fui al baño y le dejé Maffe: mi perrito sin mí no movió ni un paso y esperó mi vuelta. ¿Ya me tenía apego? ¿Era una continuación del que tuvimos en África? ¿O me volvió a elegir porque este era nuestro destino?

Nuestro conductor nos dejó delante de la estación de trenes más grande de Barcelona. Metiéndome en los zapatos de Maffe, me di cuenta de lo ruidosa que es la ciudad, especialmente en un lugar así, lleno de autocares, taxis y coches fuera, de gente caminando, corriendo y arrastrando maletas dentro. A pesar de esto, Maffe trotaba a mi lado con la cabecita bien alta, meneando el rabito feliz, muy interesado por todo y para nada asustado. Nuestro tren salía a los pocos minutos, así que nos tuvimos que dar prisa para sacar mi billete e ir corriendo a la vía correcta. Maffe me seguía por todo lado como si siempre lo hubiera hecho en aquel contexto y con correa, pero también con el fresco entusiasmo de quien descubre un mundo totalmente nuevo. Teníamos que desprender todo esto, porque éramos objeto de miradas y sonrisas cargadas de ternura por parte de los demás viajeros. Nuestra complicidad y lo fácil que fue todo me curó algo de aquel miedo que se había apoderado de mí en Madrid.

En el tren nos sentamos en un punto tranquilo donde estábamos solos. Llevaba conmigo el bozal como de obligación, pero a Maffe no se lo puse, ya que evidentemente no me había dado tiempo enseñarle a llevarlo sin que fuera una experiencia traumática. El revisor tampoco me dijo nada: menos mal que en un país con normas tan especistas igualmente viven personas que razonan y empatizan con los demás. El viaje en tren a Girona también fue bien. Maffe quería explorarlo y olerlo todo, pero le pedí estar quietecito y parte el tiempo estuvimos juntos en el suelo, otra parte lo cogí para que estuviera sentado en mis piernas.

Llegamos a Girona que eran las 10h de la noche. Salimos de la estación y mi casa estaba a unos 20 minutos andando. En cuanto salimos de la estación, Maffe se plantó. Todo aquel fluir perfecto se esfumó y en aquel momento empezaron las dificultades. Era de entender: llevaba muchas horas viajando, sin saber dónde estaba, qué pasaba. Quizás estaba harto o algo le asustaba. No fue hasta pasados varios meses que entendí cuáles fueron los factores que le hicieron rechazar caminar aquella noche. Ojalá lo hubiera entendido en aquel momento: la solución fácil sería coger un taxi que me dejara llevarle. En cambio yo insistí. Intentaba persuadirlo con premios, pensé que solo tendríamos que superar el centro porque había más tráfico y luego se soltaría. En cambio todo el trayecto hasta casa fue un calvario. Maffe se veía reflejado en los escaparates y se enfadaba con este perro sin olor que veía allá. Y rechazaba rotundamente andar. Por tramos le cogía en brazos, pero entre la mochila, el cansancio y sus más de 12 quilos tenía que bajarlo a menudo y volvía a intentar que marchara con sus propias piernas pero nada. En la calle no había nadie, los taxis ya estaban lejos. Y además empezó a llover.

Entre la lluvia y el sudor por el esfuerzo, llegué a casa empapada. Cuando abrí la puerta del jardín eran pasadas las 11h y me dolían los brazos. A Maffe le di la bienvenida a su casa. Le enseñé todo los espacios que había preparado para él, unos lujos que siquiera sabía de qué servían. Exploraba curioso pero siempre estaba cerca de mí. Cuando me metí en la ducha, no entró al baño y se quedó a lado de la puerta. Luego me siguió a la cocina, donde fui a preparar su y mi cena. Allá se vio reflejado en la puerta del horno y empezó a gruñirse. Yo miré a este enanito y otra vez me asaltó un sentimiento cargado de miedo. Ya está: esta cosa minúscula había entrado en mi vida para revolucionarla. Maffe ahora estaba conmigo y a partir de ahora yo tenía la inmensa responsabilidad de su felicidad. Le había salvado la vida pero también le había quitado la libertad. Tenía que hacer todo lo posible y lo imposible para que valiera la pena. Pero era una madre primeriza y no tenía idea de por dónde empezar: de Madrid a Girona me había parecido dar la talla y al llegar a Girona había vuelto a sentirme insuficiente.

Cuando acabamos de cenar, los dos estábamos agotados. Nos fuimos a descansar y le puse su camita a los pies de mi cama. En África dormíamos así, pero a él le tocaba el suelo tal cual. Esperé que disponer de una camita suave y confortable después de una comida rica le diera la esperanza de haber llegado en un buen lugar.

Co-responsable del Departamento de Rescate y Rehabilitación de Fundación Mona y Colaboradora de Pampermut
Más artículos
Último capítulo – Maffe, una historia de amor y aventura